Angello Guzmán e Iván Florián, dos amigos de colegio y compañeros de viaje, emprendieron su travesía de Colombia a Egipto el pasado 2 de agosto y planeaban estar en ese país hasta finales de mes. Un destino soñado para ellos por las maravillas que allí se encuentran, como las pirámides de Giza y El Nilo.

Luego de hacer escala en Estambul (Turquía), arribaron a El Cairo, capital de Egipto, el martes 3 de agosto hacia las 7 de la noche y se dirigieron a su hostal.

Al día siguiente, visitaron el museo de Egipto y luego se dirigieron a la Ciudadela de Saladino. “Pagamos para ingresar, nos requisaron, nos preguntaron si éramos colombianos y nos dijeron que si teníamos una bomba en la maleta”, le cuenta Angello a EL TIEMPO.

Desde ese momento sintieron que su viaje no empezó como anhelaban. Al entrar a este sitio turístico comenzaron a hacer el recorrido y preguntaron si se podían tomar fotografías dentro de la mezquita y les dijeron que sí, y si había algún problema por tener tatuajes y les dijeron que no. Así que se quitaron los zapatos, ingresaron a la mezquita y tomaron fotografías.

Allí fueron abordados por una mujer que les preguntó si querían conocer más sobre la cultura y religión de ellos, y les regaló unos libros sobre el islam, ya que ella tenía una librería en la mezquita.

La mujer, oriunda de El Cairo, les preguntó que si querían aprender a orar como ellos lo hacían, y que si accedían, podrían ir a otra mezquita. Sin pensar en algo extraño, ellos se dirigieron a la otra mezquita, donde se encontraron con otro señor, que conocía a la joven y les explicó sobre la religión.

Siguieron haciendo un recorrido por esa zona y luego de dos horas llegó una persona de civil y les dijo que necesitaba hablar con ellos.

Sin identificarse, la persona les empezó a hacer preguntas como de dónde venían, cuándo llegaron, en cuál aerolínea, dónde se estaban hospedando, entre otras. Ellos preguntaron si había algún problema, pero les dijeron que todo estaba en orden.

“Ellos nos decían que estaban haciendo su trabajo y que era por seguridad”, cuenta Angello.

Al poco tiempo, los policías les ofrecieron ingresar a la estación de policía para sentarse y descansar del calor que rondaba los 40 grados centígrados. Así que accedieron porque pensaban que no habían hecho nada malo.

Pero minutos después les quitaron el pasaporte y ahí se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando. En ese momento buscaron contactarse con el cónsul de Colombia en El Cairo y le avisaron a un amigo en Colombia lo que estaba ocurriendo, a pesar de que no tenían buena señal.

“Después de un tiempo, la mujer que estaba con nosotros empezó a llorar. Nosotros nos inquietamos y preguntamos si habíamos hecho algo incorrecto, pero no nos decía nada. Entonces les dijimos que si habíamos hecho algo incorrecto, por favor, nos disculparan”.

Una vez Iván logró hablar con el cónsul, él le dijo que le pasara el teléfono al oficial encargado. Sin embargo, las autoridades egipcias no atendieron su solicitud. “En ese momento, uno de los agentes se acerca a Iván, toma el celular y pensamos que iba a hablar con el cónsul, pero lo que hace es quedarse con el teléfono”, relata el joven.

Tras ello, cerraron la estación de policía y el ambiente se empezó a volver tenso. “Llegó una patrulla con unos policías uniformados y con unas esposas”. En ese momento, a Iván, Angello y a las otras dos personas de ese país que estaban con ellos los subieron a la patrulla en la que se encontraba una persona con los ojos y la boca vendados.

A pesar de que ellos no estaban esposados, ver a este sujeto los hacía pensar que ellos podrían correr su misma suerte. “El pánico y la angustia que teníamos era bárbara”, cuenta.

Después de un recorrido de treinta minutos, bajaron al señor que estaba vendado y se subió una persona con vendas para ponerles a los colombianos.”Nosotros empezamos a gritar, a preguntar por qué si estamos al día en todo, teníamos nuestros pasaportes y visas, están okay, y nos dicen que por nuestra seguridad. Nos ponen vendas y nos hacen caminar uno detrás del otro sosteniéndonos de los brazos”.

Cuando les quitaron las vendas estaban en un ascensor, y los ingresaron a unos cuartos con unos sofás y una cámara, acompañados de policías. Para ir al baño debían ir escoltados.

Luego de varias horas, sobre las 11 de la noche, a su amigo Iván se lo llevaron a otra oficina donde le hicieron unas preguntas, como qué hacía, dónde estudiaba, dónde se estaban hospedando, cuál era el motivo del viaje y cómo habían conocido a la joven que estaba con ellos. Después fue el turno para Angello, a quien le preguntaron lo mismo.

A pesar de su insistencia, no los dejaban comunicarse con nadie.

“Hacia las dos de la mañana le escribí a mi amigo acá en Colombia contándole lo que estaba pasando”, recuerda Angello.

Su amigo se comunicó con el cónsul de Colombia en El Cairo, Nicolás Rincón, quien llegó a ese lugar para hablar con las autoridades, pero le impidieron el ingreso.

Una hora después, las autoridades les dijeron que ya les podían dar salida, pero que tenían que esperar una llamada que lo autorizara.

Al día siguiente, hacia las 6 de la mañana del jueves, les informaron que tenían que ir a otra estación para confirmar la salida. Los subieron a la patrulla y llegaron a otra estación de policía.

“Al llegar, empezamos a recibir burlas y respuestas vagas. Nos sentaron en un espacio entre 5 y 7 m², donde para ir al baño teníamos que ir escoltados. Transcurría el tiempo y nos dimos cuenta de que ya habían cambiado de turno los guardias”, recuerda Angello y agrega que en el lugar los reclusos estaban heridos y en condiciones insalubres.

Los jóvenes, que trabajan en respetadas entidades de Bogotá, volvieron a preguntar si podían hablar con los familiares o amigos y les dijeron que no estaba autorizado.

A este lugar volvió a llegar el cónsul, quien les llevaba alimentos, pero tampoco pudo ver a los colombianos.

Hacia el mediodía lograron hablar con uno de los oficiales. “Le dijimos que si por ser colombianos no éramos recibidos en su país, podríamos cambiar los tiquetes y devolvernos a Colombia”. Pero esta petición fue ignorada y les dijeron que ya no era un asunto de la policía, sino de la seguridad nacional.

Hacia las 4 de la mañana del día siguiente, un oficial los llamó y les pidió firmar unos documentos y media hora después lograron salir de la estación de policía.

“Durante ese tiempo no podíamos bañarnos, no nos podíamos cambiar de ropa ni cepillar los dientes. Y nunca nos dijeron lo que pasó. Y si nos estaban protegiendo, creemos que esa no es la manera de tratar a las personas. No hicimos nada malo y no tenemos ninguna anotación en el pasaporte”, cuenta.

Sin embargo, el policía les dijo que desde ese momento tenían que informar todos sus movimientos mientras estuvieran en Egipto.

Al salir, se comunicaron con sus familiares y amigos en Colombia, que estaban preocupados por su situación, y regresaron al hostal.

Este percance afectó todo su itinerario y no pudieron realizar un crucero por el río Nilo, que era una de las principales razones por las cuales iban a ese país.

“Empezamos a ver noticias de torturas, y sumado a que teníamos que estar informando todo el tiempo, que no sabíamos qué habían hecho con nuestros teléfonos y que tienen una restricción de libertades, decidimos devolvernos”, asegura.

Con un viaje que describen como “de pesadilla”, los jóvenes regresaron al país sin saber por qué los retuvieron. “Creemos que se trató de un asunto por nuestra nacionalidad”, asegura.